jueves, 10 de septiembre de 2015

LA UBICUIDAD DE LA VIDA

Mirar al cielo siempre es evocador e inspirador. A falta de un cielo nocturno lejos de las cegadoras luces de la ciudad que impidan verlo en todo su esplendor, bien pueden servir de inspiración fotografías como las que toma el telescopio espacial Hubble de los distantes objetos astronómicos que salpican el Universo visible que rodea nuestro planeta.

Viendo una de esas fotografías, en concreto una de la famosa y bella nebulosa de Orión, con sus coloridas nubes de gas iluminadas por las estrellas a las que dan vida en su interior y sus oscuras y filamentosas manchas de polvo que esconden las intimidades de la cocina espacial que es dicha nebulosa, precisamente viendo esa imagen, me he retrotraído mentalmente a aquel remoto pasado en el que, en circunstancias similares a las que se encuentran las jóvenes estrellas que esconde la nebulosa de Orión, surgió nuestro sistema estelar con el Sol y con todos sus recién formados planetas y los restos polvorientos del disco de acreción que lo vio encenderse por primera vez alrededor. Por un momento me he imaginado a ese joven Sistema Solar abriéndose camino entre aquellas nubes de gas y polvo rico en compuestos orgánicos que en su momento formaron también parte de otro sistema estelar que desapareció mucho tiempo atrás y a una joven Tierra cubierta de océanos que, a la vez que el planeta se enfriaba, iban enriqueciéndose con todos esos compuestos orgánicos que caían del cielo y que, a la postre, serían los andamios que sostendrían la aparición de la vida en esa sopa salina que bañaba nuestro planeta.

Los biólogos saben que la vida es obstinada y hace todo lo posible por prevalecer sobre las condiciones cambiantes y hostiles de su entorno. De hecho, esa obstinación por perdurar y salir adelante es lo que caracteriza al andamiaje genético en el que descansa toda la información necesaria para hacer funcionar a un ser vivo y, a su vez, es lo que ha permitido, a través de las mutaciones, la rica diversidad de especies que ha poblado la Tierra desde que apareció el primer ser vivo en un proceso conocido como Evolución.

Todo esto viene a que, mirando aquella imagen de la nebulosa de Orión, por un momento he pensado que la vida seguramente sea más ubicua de lo que, en general, solemos pensar al vernos en mitad de la inmensidad del Universo como los únicos seres racionales que, hasta el momento, sabemos que existe. Pensaba también que, seguramente en mitad de aquella nube de gas y polvo en el que medró el Sistema Solar en sus orígenes, las que suponemos especiales condiciones para la aparición de la vida es posible que, en un momento u otro y según se fueran enfriando, se dieran en todos o casi todos los sistemas planetarios, con sus satélites, que orbitan el Sol. Otra cuestión es que esas condiciones cambiaran, hasta el extremo de hacer insostenible la vida recién formada, en todos los planetas menos en el nuestro. De hecho, si sigue existiendo una vida tan exuberante en la Tierra es porque, aparte de otras circunstancias, las temperaturas y las presiones en su superficie se han mantenido en el estrecho margen que permite que el agua permanezca en estado líquido. No obstante, aún así, hay que contar con que en regiones en las que el agua está en forma de hielo o vapor, también prolifera la vida. Por eso, los científicos no descartan encontrar vida en otros lugares del Sistema Solar.

En definitiva, esa imagen de la nebulosa de Orión me ha hecho sospechar que una vez la vida posiblemente se encendió en muchos lugares del Sistema Solar al mismo tiempo que en la Tierra y empezó a proliferar en muy diversas formas, adaptándose a las cambiantes condiciones de cada planeta o satélite hasta que esas condiciones, en esos otros lugares distintos a la Tierra, se radicalizaron por encima de la capacidad de supervivencia de la vida. Pero lo que aún está por determinar es que, tal vez, esa vida que creemos exclusiva de nuestro planeta haya permanecido agazapada y escondida, evolucionando a formas muy diferentes a las que conocemos e intentando prevalecer en unas condiciones demasiado adversas como para dar lugar a formas de vida que se dejen detectar en las distancias interplanetarias o, incluso, se planteen si hay alguien más ahí fuera.